Eran las tres menos cinco de un precioso día de primavera. Estaba rodeada de niñas que, como yo, esperaban el momento de subir las escaleras y entrar en las aulas.
Yo no me había fijado en ella, no sé cuánto tiempo llevaba observándome, pero de repente tiró de mi manga y me dijo algo que no pude oir: eran muchas las risas y demasiadas las voces. Casi imposible escuchar la de una niña tan pequeña.
Me agaché y ella repitió:
- ¿Por qué estás tan triste?
- No estoy triste.
- Sí lo estás. -Afirmó ella. Y preguntó- ¿Puedo darte un beso?
Casi sin esperar mi respuesta lo hizo. Me rodeó con sus bracitos y dejó un beso en mi mejilla.
Ya eran las tres. Corrió hacia su fila y se perdió entre los cientos de niñas uniformadas que entraban en sus clases.
No tendría más de cinco años. Yo tenía diez más que ella. Y sí, estaba triste. Aunque no pensaba que fuera tan evidente.
Desde aquel día, cada tarde me buscó para darme un beso antes de irse a su clase.
Sólo sé que se llamaba Sandra. Y que me alegró aquel final de curso.
Me pregunto qué será de ella...
1 comentario:
Como ves, ya te incorporé en mi lista... me encantan tus historias de los niños... todavía no pierden esa inocencia que nosotros hemos cambiado por tantas cosas negativas.
Un gran abrazo.
Publicar un comentario